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5.3 libros por año, o la vacuidad de una cifra

Por Juan S. Larrosa-Fuentes (23 de noviembre de 2015)

Encuesta Nacional de Lectura 2015

Encuesta Nacional de Lectura 2015

Desconozco lo que ocurre en otros países, pero en México el número de libros que leemos al año es un indicador cultural que mueve pasiones, tanto como cuando se discute sobre futbol o respecto al subdesarrollo del país. Por ello, los resultados de la reciente “Encuesta Nacional de Lectura y Escritura 2015” del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, causaron intensos debates en los medios de comunicación y plataformas digitales. Especialmente provocó revuelo y polémica la revelación de que los mexicanos leemos en promedio 5.3 libros al año. Vale la pena profundizar en el tema y formular algunas preguntas. ¿Quién construyó la encuesta y la famosa cifra del 5.3? ¿Cómo se construyó la cifra? ¿El número de libros que lee una persona al año es una prueba de su desarrollo, educación y civilidad o qué es lo que realmente dice una cifra como esta? ¿Es correcto evaluar una política de Estado con la sola mención de la cifra de marras?

La encuesta, como ya se sabe, la financió y dirigió Conaculta, una institución que está estrechamente ligada a la Presidencia de la República y que tiene por encargo “coordinar las políticas, organismos y dependencias tanto de carácter cultural como artístico”. Según esta institución, la encuesta responde a tres objetivos fundamentales: “Conocer las prácticas y hábitos de lectura y escritura en México. Construir una herramienta para diagnosticar las necesidades y fortalezas de los lectores mexicanos. Y conformar políticas públicas e iniciativas sociales en materia de fomento a la lectura”. Es decir, el Gobierno Federal se está evaluando a sí mismo, lo cual, de entrada, resulta cuestionable e inadecuado. Sería mucho más deseable, por ejemplo, que el INEGI pudiera hacer esta investigación, año con año, con la misma metodología, y de forma independiente a las órdenes del Gobierno Federal. La autonomía del INEGI podría darle mayor credibilidad a una encuesta de estas características y así evitar el conflicto de interés.

¿Cómo se construyó la cifra? Me parece que aquí está uno de los mayores problemas. El primer punto es entender qué es lo que mide un trabajo de investigación como éste. En el caso de las encuestas de consumo cultural, los encuestadores entrevistan a un grupo de personas y les preguntan, por ejemplo, cuántas horas de televisión ven al día, qué programas de radio escuchan con mayor frecuencia, o cuántos libros leen al año. Esto quiere decir que las encuestas miden lo que las personas reportan sobre su consumo cultural, lo cual puede ser, y por lo general es, muy diferente a su consumo cultural real. Una persona puede decir que ve una hora de televisión al día, cuando en realidad en promedio se sienta frente al televisor tres horas diarias. Las personas suelen mentir sobre su consumo cultural, con tal de cumplir con ciertas expectativas sociales. Pero también pueden hacer un reporte equivocado simple y sencillamente porque es muy difícil calcular con exactitud el promedio de su consumo cultural. Hagan ustedes el ejercicio y traten de establecer una lista confiable de su consumo de libros, radio, prensa, televisión, cine e Internet de las últimas tres semanas. Difícil, ¿no?

Durante muchos años las encuestas fueron la única forma de medir el consumo cultural, pero en años recientes el consumo de medios digitales ha permitido hacer mediciones más precisas. Ahora es posible saber con mayor precisión, por ejemplo qué programas consume una persona en su computadora o en su televisión digital, de ahí el éxito de nuevas empresas como Netflix, que tienen una mayor capacidad de producción audiovisual a partir de los datos que obtiene de sus audiencias. Estas mediciones digitales son caras y no permiten medir en otros soportes, como un libro. Sin embargo, el tema viene a cuento porque a partir de la incorporación de mediciones digitales, los científicos sociales se han dado cuenta que las encuestas de consumo cultural tienen un grado de error altísimo, dado que las personas mienten o hacen reportes imprecisos de sus hábitos comunicativos. Por ello, además del conflicto de interés que implica que Conaculta elabore la encuesta, también hay elementos para señalar que el instrumento de investigación, es decir, la encuesta, está midiendo mal lo que pretende medir. Por ejemplo, la cifra de 5.3 libros al año genera suspicacias si se compara con la encuesta que Conaculta hizo en 2006, pero con otra metodología, y que dice que los mexicanos leemos 2.9 libros por año. Sin embargo, si se compara con otras encuestas, la cifra de 5.3 no resulta exagerada. De cualquier manera, no solo en México pueden resultar increíbles ciertas cifras. En la encuesta presentada por Conaculta se dice que en México leemos 5.3 libros al año en comparación con los 47 libros que dicen leer los finlandeses, lo cual también resulta una cifra desproporcionada y fuera de la realidad.

Para complicar más las cosas podríamos problematizar no solo el instrumento de medición sino lo que se está midiendo. ¿Realmente es tan relevante saber en tiempos actuales cuántos libros dicen que leen las personas? ¿No resulta arbitrario, reduccionista, e incluso clasista, centrar estas discusiones en el número de libros que leemos al año? ¿La lectura solamente puede relacionarse positivamente con un objeto material como lo es un libro? En la realidad leemos todo el tiempo, para guiarnos en la calle, para hacer transacciones comerciales, para facilitar nuestras relaciones interpersonales, para educarnos, para entretenernos. Además, leemos en distintos formatos y los formatos no condicionan, para nada, lo benéfico o perjudicial de un acto de lectura. Por ejemplo, si a un doctor en física le preguntan cuántos libros lee al año para realizar su trabajo, es probable que responda que ninguno, pues la mayor parte del conocimiento de ese campo se mueve en revistas científicas. Una respuesta completamente diferente tendrá una profesionista o un carpintero. El libro es solo una de las tantas plataformas que existen para leer. Preguntar por el número de libros leídos al año puede resultar tan absurdo como preguntar cuántos brócolis se come una persona al año en orden de evaluar su consumo alimenticio. En este sentido, la encuesta presentada por Conaculta sí contiene una problematización sobre la lectura en tiempos actuales. Por ello, vale la pena leer toda la encuesta, y no nada más las láminas de Power Point que difundió el gobierno en donde se resalta la mítica cifra de 5.3 libros por año. La encuesta aborda temas como las prácticas culturales y estímulos en la infancia, los hábitos de lectura y socialización, los materiales y soportes de lectura, así como el uso de tecnologías de información y comunicación. Esto representa una gran ironía, pues en una discusión pública sobre la lectura, resulta evidente que muchos no han leído la encuesta para analizarla y comentarla.

Si algo de lo que hasta aquí he escrito contiene algo de verdad, estamos ante varios problemas: una institución que se evalúa a sí misma sin una perspectiva crítica, un instrumento de investigación que arroja resultados con altos grados de error, una estrecha conceptualización de la lectura que solamente resulta deseable si está relacionada con el libro, y un debate público basado en un comunicado de prensa que resalta la cifra mágica del 5.3 y no en el análisis de los resultados de la encuesta.

¿Cómo resolver el entuerto? Una vía es que el INEGI levante la encuesta, sin cambios metodológicos tan drásticos y con una mayor frecuencia. Además, se debería incentivar que universidades y organizaciones no gubernamentales hagan estudios que complementen las cifras oficiales. Por otro lado es importante entender que el libro sí es importante y no se va morir con el desarrollo del mundo digital, pero que está muy lejos de ser el único soporte y vía deseable para la lectura como una actividad epistémica, de socialización y de entretenimiento. Con estos dos elementos, entonces sí, podrían existir condiciones para producir y evaluar políticas públicas en torno a la lectura, y también para superar la añeja discusión sobre el bajísimo número de libros que leemos al año los mexicanos.

Este artículo fue publicado el 23 de noviembre de 2015 como parte de la columna de opinión “Sistema Autorreferencial” del programa “Señales de Humo”, que se transmite por Radio Universidad de Guadalajara.

 

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Tres noticias sobre el libro: presente y futuro

Por Juan S. Larrosa-Fuentes

En las semanas pasadas encontré dos notas en las páginas electrónicas del diario El País que narran las transformaciones del mundo editorial, transformaciones violentas y para algunos, sorpresivas. Y estas notas se incorporan a las tensiones que generan, por un lado, los debates sobre las nuevas formas de comunicación en el siglo XXI, vistos desde una dimensión meramente tecnológica, y por otro, las implicaciones culturales de estas transformaciones, que ciertamente pasan por una dimensión tecnológica, pero que tienen impactos en la forma misma de pensar y construir las sociedades contemporáneas.

Desde hace años que comenzó un debate entre apocalípticos e integrados sobre la muerte del libro. Ahí viene el lobo, dijeron muchos. Otros, no le dieron importancia a los cambios y ni siquiera pensaron en el lobo. Unos más, observaron el debate como algo que en efecto estaba ocurriendo, pero que tendría consecuencias en un futuro desvinculado con el presente. En las postrimerías de la primera década del nuevo siglo, ya hay noticias concretas sobre los efectos que estos cambios tecnológicos traerán sobre el mundo del libro. Una de ellas es que Amazon, una de las primeras librerías que comenzó a operar a través de Internet y del comercio electrónico, anunció en julio pasado que las ventas de libros electrónicos aumentaron significativamente frente a la venta de libros de tapa dura. En un comunicado dirigido a la prensa detalló que Amazon lleva treinta y tres meses comerciando con libros electrónicos y que en los últimos tres meses, por cada cien libros de tapa dura vendidos, se han vendido 143 en formato electrónico. Sin embargo, la nota de El País tiene un matiz importante: las ventas de libros en papel han aumentado 22% con respecto al año pasado (“Amazon vende más libros que en tapa dura”. El País, 20/7/2010).

Otro caso importante es que Barnes & Noble, una de las librerías más importantes de Estados Unidos, está en graves aprietos financieros. En días recientes, los dueños de esta cadena comercial que tiene más de setecientos establecimientos a lo largo de aquel país, han anunciado su deseo de vender esta empresa familiar de la que se pueden rastrear sus orígenes en el siglo XIX. La razón es muy sencilla: el desarrollo del libro electrónico está disminuyendo la venta de libros de tapa dura. Y aunque Barnes & Noble ha intentado incursionar en el mundo del libro electrónico a través del dispositivo Nook, sus esfuerzos no han sido suficientes para recuperar las buenas cuentas de hace unos años. Hace una década esta cadena de librerías estaba valuada en 2,200 millones de dólares, hoy su valor es de tan sólo 700 millones (“El libro electrónico pone contra las cuerdas a Barnes & Noble”. El País, 5/8/2010).

En medio de estas dos historias hay otras, que no aparecen en El País, y de las que seguramente no están pendientes los grandes inversionistas del mundo del libro. Una de ellas es la Feria del Libro Independiente en Guadalajara. Durante doce días, el primer piso de la librería José Luís Martínez del Fondo de Cultura Económica acogió a más de cincuenta editoriales independientes de todo el país. En los estantes de esta exposición se pueden encontrar libros de sellos como Mantis Editores, Arlequín, Literaria, La Casa del Mago, La Zonámbula, Aldus, Almadía, Sexto Piso, Cal y Arena, Ficticia, Moho, Verdehalago o Trilce. Para quienes gusten de la literatura, recorrer estos estantes no tiene desperdicio. La mayor parte de las editoriales que ahí se exhiben han puesto un gran cuidado en su trabajo y se alejan ya, de las rudimentarias ediciones que antes se observaban en algunas de estos proyectos. Pero lo más importante es que sí es posible encontrar libros que no venden en Amazon, en Gandhi, o en Barnes & Noble. En los estantes de estas editoriales no hay libros de García Márquez o de Stieg Larsson que distraigan los bolsillos del lector, pues todos los textos son pocos conocidos y publicitados. Esto obliga a detenerse en los títulos, revisarlos a detalle y escoger entre una diversidad de trabajos de poesía, ensayo, novela o de diseño.

Los tres ejemplos anteriores constituyen referentes reales sobre lo que está ocurriendo en un sistema global de la industria de los libros y que está compuesto por múltiples niveles y dimensiones. Y estos referentes, en algunos casos, pueden llegar a ser contradictorios. Se venden más libros electrónicos que aquellos de tapa dura, pero éstos incrementaron sus ventas en los últimos meses con respecto a sí mismos. Además, observamos cotidianamente fenómenos comerciales en los que las grandes editoriales trasnacionales tienden a comprar a sellos de menor tamaño, pero al mismo tiempo aparecen nuevas editoriales independientes. Bibliodiversidad versus bibliohomogeneidad.

Con estas evidencias es difícil predecir qué pasará respecto del futuro del libro y me desmarco, por lo pronto, de opinar al respecto. También me desmarco de argumentar a favor o en contra del Ipad o del Kindle o de cualquier gadget para nuevas formas de lectura, pues apenas he utilizado estos nuevos dispositivos. Simplemente me gustaría señalar que las permanencias y mutaciones de este sistema, tienen, en su conjunto, implicaciones muy profundas en la memoria de nuestras sociedades. Lo que está en juego no es poco si recordamos que el libro, como tecnología, fue el primer medio de comunicación de reproducción masiva en las sociedades occidentales y que mucho tiempo después llegó la prensa, el cine, la radio y finalmente la televisión. Y el libro, tal como lo señala Thompson, detonó un proceso paulatino de rompimiento del tiempo y del espacio. De forma retórica, este autor responde a la pregunta de qué habría pensado la primera persona que tuvo entre sus manos un libro producto de un tiraje masivo. Y se responde que esa persona por primera vez en la historia supo que podría compartir la experiencia de la lectura con personas que dada su ubicación geográfica y temporal, nunca conocería. Quinientos años después, una revolución tecnológica que comenzó con el libro, permite que podamos estar interconectados a toda hora, y prácticamente en cualquier parte del planeta.

De cualquier forma, el libro, además de ser un objeto de culto y de almacenamiento de información, es el emblema cultural de una época. Seguramente en el futuro, no el de mañana o del de dos semanas o el de una década, encontraremos nuevas formas de construcción de conocimiento distintas a las que proporciona el libro. Algunos, tal vez precoces en sus vaticinios, aseguran que en el hipertexto está la respuesta. Estoy seguro de que en el presente, el de hoy, el de dos semanas o el de una década, al libro todavía le quedan muchas historias que contar en su madurez. El libro electrónico y los desprendimientos rizomáticos que pueda traer Internet y los hipertextos en nuestra cultura, es una historia de futuro que desde ya está revolucionando nuestra forma de pensar.

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